Hoy les voy a contar una historia a pedido del público. Como podrán imaginarse por el título, les voy a contar por qué motivo puedo asegurar plenamente que los campamentos no son lo mío, de hecho tuve una sola experiencia y fue tan traumática que puedo decir de corazón que yo odio ir de campamento. Como la historia es un poco larga y después me critican, la voy a dividir en tantas partes como mi raciocinio lo indique.
Todo comenzó un verano de mis 20 años ( no es necesario ahondar en las fechas, dejémoslo así). Quería irme de vacaciones con mi novio, quería compartir unos días en un simulacro de convivencia, quería sexo desenfrenado y no tenía ni muchos días de vacaciones ni un mango partido al medio. La cosa no pintaba bien, hasta que se me ocurrió una idea brillante: pedirle prestada su vieja carpa a mi hermano y partir con mi media toronja hacia algún camping de los alrededores.
- ¡Problema resuelto! pensé, muy ilusa. No tenía ni idea.
Mi novio, muy honesto él, me advirtió enérgicamente sobre su casi nula experiencia en la materia. Yo en mi vida había hecho cosa semejante. Pero usando todas mis armas de persuasión (la promesa del sexo desenfrenado) lo convencí de que no podía ser tan difícil. Mi hermano, por una vez en la vida, no se negó a prestarme algo suyo y después de la experiencia sospeché que el guacho tenía clarísimo lo que iba a pasar, y que se cagó de risa de mí durante los 4 días que duró la tortura... digo, el campamento. Muy servicial, me enseñó en el jardín de casa a armar la carpa, poniendo particular énfasis en el hecho de no olvidar el martillo (dijo que clavar las estacas con una piedra era muy complicado), de clavar bien las estacas para que no se volara la carpa y de elegir bien el lugar donde se instalaba la misma. Con estas indicaciones y una inocencia que rayaba en la pelotudez, partimos hacia la aventura.
¿Vieron las carpas iglú que se usan ahora, que son super livianas y prácticas? Bueno, la carpa que llevamos era como la tataratatarabuela de las carpas iglú. Pesaba unas 400 toneladas y entraban dos personas con buena voluntad y si no le metías muchas cosas más adentro. Pero no nos amilanamos y cargamos el susodicho mamotreto en un colectivo 51 (que muchos recordarán como "el Cañuelas") que dejaba bastante que desear, y emprendimos el viaje hacia General Belgrano.
El colectivo nos dejó en medio de la nada, literalmente. Más perdidos que turco en la neblina empezamos a caminar en la dirección que nos indicaba nuestro instinto. Se ve que no teníamos instinto de supervivencia, porque nos fuimos a la mismísima mierda. En la dirección opuesta a la correcta, claro está. Sacados de nuestro error por algunos lugareños que nos observaban extrañados, desandamos camino cargando nuestros bártulos y después de unas cuantas vueltas llegamos al camping.
Siguiendo los sabios consejos recibidos de los expertos, elegí un lugar precioso: la tierra estaba parejita y sin pasto (para que no se nos clavaran los yuyos en la espalda), rodeado de árboles, con un enchufe cerca para escuchar musiquita en el grabador, y a una distancia más que prudencial de las otras carpas de los alrededores (recuerden que el objetivo principal era el sexo desenfrenado, así que cuanto más solos mejor). Agradeciendo mi buena suerte y la pelotudez de los demás que no habían sabido aprovechar ese lugarcito paradisíaco, empecé a armar la carpita. Notarán quizás con extrañeza que hablo mucho en primera persona... es que la segunda persona en la historia colaboró tanto como los árboles que nos rodeaban (y los árboles por lo menos no jodían con estupideces).
Preparé todo y fui a buscar el tan recomendado martillo para clavar bien las estacas. No, no me lo olvidé en casa si es lo que están pensando. Tenía el martillo, y era feliz por tenerlo. Sostuve la primer estaca, le di un martillazo... y ahí descubrí que la tierra estaba reseca porque hacía como 10 años que no llovía. La estaca penetró en la tierra como unos 3 mm., y ahí me empecé a preocupar. De paso les comento que durante nuestras idas y vueltas buscando el camping se había empezado a nublar, y para cuando empecé a armar la carpa el cielo amenazaba con abrirse al medio y desatar la tormenta del siglo. O sea, mejor apurarse. Con unos cuantos martillazos más la estaca empezó a clavarse en la tierra, pero entonces... alzo el brazo para asestar otro martillazo, y de repente sentí que el martillo estaba liviano, muy liviano. Quizás se debiera al hecho de que la parte pesada del martillo se había desprendido y volado a varios metros de distancia, quedando en mi mano el mango solito y abandonado. Maldición!! Adiós martillo y buena suerte. A clavar las ¿6? ¿8? estacas... con una piedra (mi hermano tenía razón, era muchísimo más difícil con una piedra). Pero yo seguía positiva, un pequeño inconveniente no me iba a tirar abajo. A la larga, después de mucho tiempo y esfuerzo compartido, las estacas quedaron clavadas en la tierra reseca y pudimos entrar en la carpita justo justo cuando se largaba a llover. El segundo diluvio universal había comenzado.